Corea del Sur atraviesa un momento crítico tras la aprobación de la ley que prohíbe el consumo de carne de perro, una práctica que durante generaciones formó parte de la cultura y la economía nacional. Si bien la decisión, ratificada en 2024 y efectiva plenamente en 2027 tras un periodo de gracia, ha sido celebrada en distintos sectores de la sociedad y por organizaciones animalistas, también ha desencadenado un problema de grandes dimensiones: ¿qué hacer con aproximadamente medio millón de perros criados específicamente para la industria cárnica?
Esta prohibición nacional implica el cierre forzoso de cientos de granjas, mataderos y restaurantes que se dedicaban a este sector. El gobierno surcoreano ha iniciado planes de apoyo y compensación a los criadores, y ha anunciado inversiones millonarias en la ampliación de refugios. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja: el volumen de animales que necesitan ser reubicados supera con creces la capacidad de respuesta de las autoridades y de las organizaciones civiles.
Una transición llena de incertidumbre y deuda
Para los granjeros y criadores, la nueva legislación ha supuesto un golpe devastador a su sustento. Personas como Joo Yeong-bong, pastor y presidente de la Asociación Coreana de Perros Comestibles, relatan el abandono económico y emocional en el que se encuentra el sector: “Estamos ahogados en deudas, no podemos pagarlas, y algunos ni siquiera encuentran un nuevo trabajo”, comenta, reflejando un sentimiento generalizado de desesperanza.
El plazo otorgado por la ley se percibe insuficiente. Criadores con decenas o cientos de animales, como Chan-woo, dudan que sea posible encontrar salida para tantos perros en tan poco tiempo. Venderlos es inviable desde hace meses y, mientras tanto, el coste de mantenerlos agudiza la deuda de las familias que dependían de esa actividad.
Muchos criaderos ya han cerrado —se estima que más del 40 % desde la aprobación de la ley—, pero el dilema recae en los animales: las autoridades y las asociaciones no logran articular una solución sostenible a gran escala y los refugios están colapsados.
El reto de la reubicación y los obstáculos sociales
La mayoría de los perros criados para consumo son razas grandes, como el tosa-inu, clasificadas en Corea del Sur como potencialmente peligrosas, lo que suma trabas legales y sociales para su adopción. En los hogares surcoreanos prima el gusto por perros pequeños, más adecuados para apartamentos y vida urbana. Además, existe un estigma que asocia a los animales provenientes de granjas cárnicas con traumas o problemas de salud, lo que disuade a posibles adoptantes.
A pesar de que el gobierno y algunas organizaciones han impulsado campañas de reubicación, muchos animales enfrentan la amenaza real de ser sacrificados. Incluso voces de los colectivos animalistas reconocen que la cifra de perros afectados desborda su capacidad de actuación. Según Cho Hee-kyung, de la Asociación Coreana de Bienestar Animal, si los animales no encuentran hogar, acabarán siendo catalogados como extraviados y podrían ser sacrificados.
El propio Ministerio de Agricultura ha asegurado públicamente que la eutanasia no es la vía prevista, invirtiendo cada año sumas millonarias en mejorar la red de refugios y ofreciendo hasta 600.000 wones por animal a los criadores que cierren temprano. Sin embargo, la magnitud del problema supera la oferta de recursos y espacio, mientras la presión social y mediática crece.
Soluciones internacionales y la paradoja ética
Algunas organizaciones han buscado soluciones fuera de las fronteras surcoreanas, enviando centenares de perros a países como Estados Unidos, Canadá o Reino Unido, donde la adopción es más viable. Aunque estas medidas ayudan en casos puntuales, el volumen global de animales hace imposible replicarlas masivamente y, en el fondo, subsiste una paradoja ética: muchos perros “rescatados” del matadero acaban, por falta de alternativas, en la eutanasia.
La prohibición ha abierto también un debate cultural sobre la relación entre tradición, industria y bienestar animal. Para granjeros de larga trayectoria como Yang Jong-tae, la prohibición resulta injusta si se compara con el consumo de otras carnes, y denuncia la “doble moral” de quienes defienden a los perros mientras aceptan la explotación de cerdos, vacas o pollos. Por otro lado, expertos como Chun Myung-Sun argumentan que la industria canina supone riesgos sanitarios mayores y no está sujeta a los mismos controles que la industria cárnica tradicional.
Impacto social y cambio generacional
El consumo de carne de perro ha caído bruscamente en los últimos años; una encuesta de 2024 muestra que solo el 8% de los surcoreanos la ha probado en el último año, frente al 27% en 2015. Sin embargo, la transformación cultural acarrea altos costes sociales. Muchos criadores veteranos, nacidos en épocas de guerra y carencias, asumen resignados la pobreza. El futuro es especialmente incierto para las generaciones más jóvenes, endeudadas y sin alternativa laboral: “No podemos cerrar ni vender, estamos atrapados”, lamentan.
Existe el temor de que, si no se extiende el plazo de cierre o se articulan soluciones más eficaces, el final del periodo de gracia en 2027 traiga consecuencias dramáticas tanto para las personas como para los animales.
El caso de Corea del Sur refleja un dilema global entre derechos animales, tradición gastronómica y justicia social. Mientras gran parte de la sociedad celebra el avance ético, la falta de respuestas estructurales demuestra que un cambio social de esta magnitud requiere más que buenas intenciones.